viernes, 14 de junio de 2013

Breve reflexión de una mujer de más de cincuenta años.

¿Quién no conoce o ha conocido a una mujer que en estos momentos ha superado el ecuador de un siglo? Quizás nuestra propia madre, o nuestra abuela, una hermana, la vecina de la puerta de enfrente que forma parte de la familia... Me refiero, concretamente, a mujeres que han formado parte de nuestras vidas desde hace muchos, muchos años. Mujeres a las que hemos visto pasar por distintas etapas y períodos, que nos han permitido ser testigos de primera mano de la forma en la que han hecho frente a los distintos acontecimientos de la vida. Esas situaciones que nosotras, amparándonos en nuestra juventud, siempre hemos visto lejanos...

Pues hoy, esta tabernera siente un placer infinito por tener la posibilidad de leer un pequeño fragmento, unas reconfortantes y maravillosas palabras escritas por una de estas mujeres: 56 años, madre, amiga, hermana, hija... una mujer, que desde el anonimato, merece ser ejemplo de manera de estar en el mundo. Inteligente, creativa, amable y con una riqueza interior y tal cantidad de cosas que mostrarnos, que -sin que se ofenda- ella misma se ha dado cuenta que posee. Por eso, espero que esta sea la primera de una larga lista de participaciones, porque aprender de la experiencia de los demás, de la sabiduría que acumula, enriquece nuestras vidas y calma nuestras existencias. Muchas gracias "Púnica".


En unos días cumpliré 56 años…

Que asustada estaba cuando iba a cumplir los 50. Medio siglo. Recuerdo pensar: “Es el empezose del acabose”… Y yo, que siempre he sido mujer llena de complejos e inseguridades que he tratado de disimular de mil maneras, comencé una larga etapa de reflexión. Quería ubicarme en el espacio, en el tiempo, en la vida. Decidí que debía revisar muchas cosas, mejor dicho, ¡todo!,  así que, me retiré a un monasterio dentro de mí misma. Mi vida, siguió siendo la misma a ojos de los que no me conocían. Los que sí, supieron de mi íntimo viaje.

Busqué, escarbé, volví patas arriba, removí hasta el más recóndito de los recovecos de mi ser.  No negaré que hubo dolor, sufrimiento.

Hoy, puedo decir, que soy una mujer feliz. Libre. Y cuando digo “libre”, me refiero a esa libertad que me da el haberme despojado de conflictos, internos y externos, prejuicios. Libertad en mi manera de expresarme, de decidir. He hecho limpieza y tirado a la basura muchas cosas que estaban instaladas en mí. He quitado cosas viejas e inservibles para que entren otras nuevas.

Y como si la vida fuese una escalera de doble sentido, físicamente, he descendido varios peldaños, pero espiritualmente, he subido otros tantos.

Pasados unos años de la entrada en el medio siglo, un día de esos en que estaba con los biorritmos altos, un día de esos en los que estaba mostrando gratitud a la vida por la generosidad que siempre ha mostrado conmigo, recuerdo que me sentí como un cohete, en el que la lanzadera fue el número 50. Un cohete, que había sido lanzada al espacio y que estaba descubriendo estrellas y constelaciones, mundos desconocidos. Tengo los pies en la tierra, pero miro a las estrellas. Y a la vez, yo que quería ser arqueóloga en mis años de estudiante, me encuentro con que he conseguido llegar a serlo, pero la excavación en la que trabajo es la de mi propio yo.


Ahora, me gusta decir que estoy en la edad de oro. Que soy una mujer afortunada a la que se le ha dado la oportunidad de volver a nacer, como así ha sido. Disfruto el momento. Leo, reflexiono, estudio, me muevo, respiro, río, amo. Siempre curiosa. Al despojarme de lastres, camino ligera de carga. Me encuentro en un estado de aceptación tal que a veces pienso si no estaré un poco chiflada.

Siempre les digo a mis amigas, casi todas más jóvenes que yo, que “lo mejor está por venir”. Así ha sido en mi caso.

Púnica.

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